Igual como uno “a primera vista” puede identificarse con un personaje artístico o una corriente, puede suceder también el contrario: que pasan años hasta que uno encuentre el acceso hacia un estilo en particular.
Así me pasó con el Rococó, este “Manierismo del Barroco”, esta estética que acompaña la última fase del Absolutismo europeo y a la vez la época de la Ilustración. Los primeros que conocí eran François Boucher y Jean Honoré Fragonard y, francamente, me sorprendió su propuesta insignificante, frívola y coqueta, de escenas bañadas en colores pastel, un desfile de modas de vestimenta de seda mostrando a la aristocracia en plena autosuficiencia. ¿Dónde se escondía el ser pensante en estos cuadros?, ¿O el arte privilegiaba sólo a la intranscendencia y el espíritu ilustrado ni siquiera buscaba su propia expresión estética?...
Pero hay que matizar este juicio y meternos en el tiempo del cual estamos hablando: Mientras la filosofía y un sector de la Alta Burguesía (deseoso por participar en decisiones políticas) están preparando un profundo cuestionamiento del Absolutismo, las cortes hacen “como si no sucediera nada”: bailan, brindan, juegan a sus enredos amorosos, a sus decisiones políticas despreocupadas y confían que esto será su “derecho divino”. Este mundo, tal vez involuntariamente, está indudablemente plasmado en las obras de Boucher y su alumno Fragonard…, y está plasmado de forma exquisita: ¡Observen, no sólo las pinturas, sino también los grabados y dibujos de Fragonard! Hasta el trazo de la línea “baila”, es ligera, confiada, segura de sí misma y plasma el entorno en total convicción de que la vida es bella. En este sentido puedo entender que alguien “ama” a esta corriente. Es como los cuentos de hadas, princesas preciosas por todas partes y -para los adultos- algunas escenas de picardía.
Pero me seguía preguntando: ¿Y dónde está la Ilustración, este temperamento apolíneo, luminoso, sereno en su pensamiento claro y ordenado, confiando en el ser humano como un ser bondadoso que contribuye en el bien común?
Lo encontré poco a poco, y cada vez con más firmeza. Por ejemplo, en los retratos de Antoine Pesne (1683 – 1757). Aunque su vida era dedicada a la corte captó rostros que nos miran como si tuvieran plena conciencia de su propia condición. La obra “Dama de la corte” nos muestra a una mujer que lleva en su mano derecha una máscara y su mirada parece decirnos: “Podemos seguir jugando al gran teatro barroco-opulento, seguir con las fiestas y los disfraces donde no hay compromiso, pero igual podemos sentarnos y conversar sobre el destino del ser humano. Estoy preparada.”
Lo mismo -y de forma asombrosa- sucede en los retratos que realizó Maurice Quentin de la Tour (1704 – 1788), casi exclusivamente en la técnica de pastel. Sus personajes nos muestran rostros “modernos”, todavía “disfrazados” con su peluca, pero la chispa de la inteligencia, del ingenio, de la total claridad humana nos envuelve, y casi estamos a punto de decirles: “¡Hola, qué tal! Tengo ganas de platicar contigo.”
Y hay dos personas más todavía que quisiera mencionar: El primero es Jean Simeón Chardin (1699 – 1779) y con él abandonamos la corte y nos metemos en las casas burguesas. Casi al estilo Jan Vermeer nos invita a observar escenas sencillas de ocupaciones domésticas: dibujar, leer, ejercitar la observación como base para desarrollar un criterio propio. Aquí hay silencio, nada que distrae al pensamiento que se está desarrollando. Son momentos humildes pero con un potencial suficientemente poderoso para proyectar un futuro distinto.
El segundo es Antoine Watteau (1684 – 1721), el más temprano de los artistas “rococó”. Una vez más nos metemos en el mundo de los palacios, de tal grado que él fue considerado el pintor de las “fiestas galantes”. ¡Pero observen estos convivios! Watteau nos presenta atmósferas como si plasmara el presentimiento de que el ocaso está cerca. Hay cierta melancolía en sus cuadros, una alegría contenida. De pronto los personajes parecen estar aislados del bullicio, cansados de la gran fiesta.
El político y diplomado Charles Maurice de Talleyrand (1754 – 1838) dijo: “Los que no vivieron los tiempos antes de la Revolución Francesa no saben, que tan dulce puede ser la vida.” Esta dulzura encontramos en las pinturas de Antoine Watteau. Sin dimensión cursilona nos retrata un estado anímico tierno, pero en su caso parece abatido, como si fueran las cinco de la mañana y la gran risa que celebraba la noche se convirtió en una sonrisa de buena voluntad: Sus cuadros tienen algo de una despedida de lo que fue y (¡ojalá!) no volverá.
Puedo decir que, poco a poco, encontré los rasgos de la Ilustración en el Rococó, algunos muy tenues, otros con todo el rigor de una conciencia de la época que se estaba viviendo. Y una vez más, me estoy dando cuenta de que hay que mirar, observar y detenerse para apreciar las manifestaciones de cada momento de la historia. Siempre encontraremos muestras de personas que retratan el estado anímico latente de su tiempo, siendo ellos mismos igual observadores y reconociendo el arte como un testimonio que plasma una realidad determinada.