domingo, 10 de abril de 2011

(3) El Neoclasicismo: Una estética al servicio de la política y a la vez sueño de los más altos valores.


Con este texto, que quiero subir en tres partes, procuro sintetizar nuestras pláticas respecto al Neoclasicismo en el aula y agregar todavía algunas reflexiones más.
Ahora concluyendo, la “parte 3”:

Cuando comparamos -o hicimos el intento- de diferenciar las distintas fases “clásicas” que nos ofrece la historia, la Antigüedad clásica, el Alto Renacimiento y el Neoclasicismo, llegamos a una observación interesante: algo le sucede a la esencia de lo clásico, parece que cada época define de nuevo este término, haciendo énfasis en algunas características, descuidando otras, y así poco a poco el original antiguo se va recreando y reinterpretando convirtiéndose a fin de cuentas en otra cosa.

Ahora quiero retomar esta reflexión por un momento más, siguiendo la línea de las “apariciones clásicas” con otro ejemplo que llegó lamentablemente a lo más nefasto: la estética nacionalsocialista, una propuesta que soñó con una grandeza definitiva…

Pero antes, déjenos recordar qué significa el término de lo clásico, ¿Qué representaban los antiguos griegos en el fondo? Si nos remontamos a obras, como por ejemplo el “Hermes” de Praxiteles (ca. 340 a.C.) sorprende la naturalidad y sencillez con la cual se plasmaba la figura humana. No importa si eran dioses o jugadores olímpicos, siempre apreciamos seres en perfecta armonía consigo mismos. Sin pretensiones y dotados de gracia se integran en este mundo. Se desenvuelven confiados y sin esfuerzo con sus movimientos discretos y comunican un ligero “dar y recibir” respecto a su entorno. Allí está su “sencillez perfecta” que es el significado original de lo clásico: nada le sobra, nada le falta. Es el equilibrio en su punto, un poco menos sería simpleza, un poco más presunción. Esta ausencia de cualquier efecto “extra” es su esencia y percibirlo nos puede proporcionar un deleite y una experiencia estética que llamamos “lo bello”.

El Renacimiento admiraba este concepto lo que concordaba con su propio afán de hablar de la belleza humana, tanto física como anímica. Miguel Ángel con su “David” retoma directamente este canon clásico: un ser perfecto, ideal, “amado por Dios” (=”David” en hebreo), sin la necesidad de “gritarlo a los cuatro vientos”. La verdadera fortaleza es contenida en su expresión, modesta, igual como en la “Mona Lisa” (da Vinci), en el “Baldassare Castiglione” (Rafael) o en esta escena encantadora de “Santa Ana, la Virgen y el niño” (da Vinci). Por un momento este mundo es bello, “concluido” (=perfecto), respecto a lo que puede aspirar el ser humano.

En este sentido me parece que el Renacimiento verdaderamente sintió, comprendió y recreó el significado de lo clásico llegando a propuestas que perduran en el tiempo y sobreviven cualquier tormenta de otras épocas. Lo nuevo que agregan los artistas renacentistas al concepto original es su directa referencia a valores cristianos donde la figura de Cristo es el prototipo para representar ecuanimidad y amor.

La duda respecto a la autenticidad de lo clásico me entra con la propuesta neoclásica. Percibo una preocupación por conseguir un impacto determinado y esto es precisamente la actitud que contradice al concepto mismo. No hay sencillez ni naturalidad. La belleza no nace por la actitud de los representados, sino por el parecido físico con una estética prestada. El resultado parece inverosímil, como si estuviéramos contemplando un molde que sólo consiste en piedra blanca, a pesar de ser perfectamente trabajado.

La misma sencillez se va diluyendo en la arquitectura. Estamos frente a edificaciones monumentales, en las cuales predomina un mensaje retórico que comunica poder e imponencia. Ya comentamos este fenómeno en la “parte 2”: sobre todo en los países que se identificaron directamente con el Imperio Romano, se abandona un canon estético que, en un principio, se orientaba en las proporciones naturales del propio ser humano.

Pero existe un afán de construir, al parecer inagotable, en los gobiernos que se preocupan por su fama mundial. Y como la ambición carece de creatividad, siempre “se presta de nuevo” un concepto estético que en algún momento remoto era lo “clásico”. Ya no se comprende lo que significaba, lo único que importa es su aire solemne y la devoción que quiere provocar en un observador.

El ejemplo más enfermizo es la estética nacionalsocialista. Personajes como Albert Speer (arquitecto 1905 - 1981), Arno Breker (escultor 1900 - 1991) y, lamentablemente, también Leni Riefenstahl (fotógrafa y directora de cine 1902 - 2003) formaron, en un momento de su vida, parte de una “maquiladora artística” al servicio de la propaganda hitleriana.

Si observan los proyectos de Speer -que por suerte no se realizaron- nos encontramos con propuestas que pervierten el significado de lo clásico en su contrario. Berlín debía quedar como capital de un Imperio Germano con todos los elementos que aluden a la Antigüedad, pero llevados a lo gigantesco: Arcos de Triunfo, Campos de Marte, el Estadio Olímpico para “juegos arios”, la Cancillería, etc. De una vez se planeaban elementos arquitectónicos que más adelante deberían quedar como ruinas, para que futuros arqueólogos los encontraran, lamentando la caída de aquellos tiempos grandes. Estamos entrando en el terreno de lo absurdo. Un edificio estaba planeado con una cúpula de 200m de alto y 250m de diámetro, dieciséis veces más grande que la cúpula de Miguel Ángel en el Vaticano: “Grandeza” se hizo sinónimo de “escala mayor”, y esto es uno de los grandes malentendidos del verdadero significado de lo grande.

Lo mismo sucedió con la escultura al servicio de Adolf Hitler: Arno Breker se declaraba admirador de Miguel Ángel. Según él, al haber observado el “David” en Florencia, nació su vocación irresistible para ser escultor. ¿Pero qué terminó haciendo? Si observan sus obras apreciamos figuras humanas -igual de 4 metros de alto- donde la belleza queda sustituida por vigor corporal y exaltación de salud. Ya no hay ni la más mínima reminiscencia de gracia, parecen seres sacados de una película de ciencias de ficción listos para combatir al lado del “Exterminator”.

Aquí estamos viendo el fenómeno: cuando lo clásico cae en manos de intereses puramente persuasivos, se vuelve grotesco y -si no fuera tan peligroso- sería simplemente ridículo. 

Leni Riefenstahl, a pesar de ser una mujer con un instinto indudable de belleza, no supo resistir a la invitación del partido nacionalsocialista: Ella era la fotógrafa de los Juegos Olímpicos de 1936 y directora de los documentales “Festival de las naciones” y Festival de la Belleza” (1938), entre otras películas más de propaganda. Tómense tal vez un momento para observar sus fotografías de los jugadores. Son reencarnaciones del antiguo ideal de belleza, pero adaptadas a un discurso que glorificaba la superioridad racial.

Con estos ejemplos no termina la distorsión de lo que alguna vez era un sueño de los más altos valores. Y aunque no haya surgido otro desastre fascista de aquellas dimensiones, nos rodean igual las propuestas que coquetean con el afán de un aire clásico. Lo que más sorprende es el tipo de edificaciones que optan por este estilo: son los grandes centros comerciales. Si observan su arquitectura y múltiples detalles en su diseño de fachada, se darán cuenta cuál es su propósito. Nos invitan pasar por portales que pertenecen a templos posmodernos para entrar al sagrado mundo del consumismo. Quiere decir nos sugieren que para nuestros tiempos contemporáneos ya no hay nada más bello que empujar el carrito de compras. Con esto el término de lo “clásico” cayó definitivamente en lo más intrascendente. Hoy su triste papel es estar al servicio de intereses que eliminan cualquier preocupación de su mente que no sea de índole monetaria.

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